A favor: Las pasiones mandan
Por Jesús Rubio
El éxito de La casa Gucci se debe a su arquitectura perfecta, a su alquimia popular y a su fórmula infalible de mini culebrón de alta gama, cualidades que la convierten en un hit instantáneo, irreprochable, unánime, que perdurará porque está hecho con una consistencia interna tan sofisticada como accesible para todo público.
La película de Ridley Scott es excelente porque tiene personajes atractivos y actores que interpretan a la perfección sus papeles, diálogos graciosos e inteligentes y una historia en la que se ponen en juego las pasiones humanas: la ambición, la traición, el amor, el engaño, el perdón, la venganza, la muerte.
Es la crónica de una tragedia anunciada con tono de telenovela esplendorosamente cinematográfica, ayudada por el humor y los pasos de comedia marcados por el ritmo de una edición capaz de mantener la atención del espectador hasta el final. Una película circular, redonda, en la que no hay ningún movimiento inútil, ninguna mueca que se salga de lo que necesita la historia.
La película atrapa desde sus actuaciones hasta su narrativa, desde su dirección hasta sus infinitas referencias, desde sus personajes hasta su mezcla virtuosa de géneros. Y gusta por cómo reconstruye las tramas de traiciones al interior del famoso imperio de la moda italiano, por sus interpretaciones y por cómo cuenta con gracia dramática la historia de los Gucci.
Allí están mezclados con maestría el subgénero de mafia con la telenovela mejicana (vía Salma Hayek), el melodrama italiano con el drama familiar, la biopic de famosos con las películas de negocios, el subgénero de viudas negra con el de venganza, la sátira con las películas de traiciones.
Sus personajes son inolvidables y todos cumplen una función específica. El pulso popular que tiene es innegable. Es una película que la puede disfrutar tanto el espectador desinformado como el culto, el aficionado como el cinéfilo.
La compenetración de Lady Gaga con su personaje de Patrizia Reggiani es uno de los puntos fuertes, al igual que la actuación de Adam Driver como Maurizio Gucci. Por todo esto, La casa Gucci es una de las grandes películas del año.
En contra: Falsa etiqueta
Por Javier Mattio
Con todo para ganar, La casa Gucci es el mayor bleff de Hollywood desde la alicaída Bohemian Rhapsody. La película de Ridley Scott sobre el ascenso y caída trágica de la familia italiana de la moda transita una cuerda floja similar, apta para una trampa a vista de todos: simula tener corazón, ambición y desparpajo, pero es solo un espejismo disfrazado de gran despliegue. Lo que hace agua es esencialmente el guion, que desactiva en efecto dominó todo el potencial de la película.
En una narración sobre pasiones (amores, traiciones, compulsiones) no se entiende por qué los personajes hacen lo que hacen. ¿Qué lleva a Maurizio Gucci (Adam Driver) a comprometerse con Patrizia Reggiani (Lady Gaga) como para arriesgar su herencia? ¿Qué busca Patrizia al seducir al remilgado Maurizio? ¿Qué motiva a Rodolfo (Jeremy Irons) a desheredar a su hijo? ¿Por qué Maurizio le clava un puñal financiero por la espalda a su tío Aldo (Al Pacino) y a su primo bobo Paolo (Jared Leto)? ¿Qué explica que Patrizia cometa la aberración de mandar a asesinar a su ex marido?
Las respuestas se infieren de los hechos en pantalla pero no se explicitan en términos dramáticos: de ahí que los actores desfilen como modelos esquivando cáscaras de banana, uno más ridículo que el otro en sus expresiones. Se quedan solos: Lady Gaga con su transformación de clase, Driver y la timidez de mimo, Irons y su tos, Pacino y los lentes, Leto y su voz chillona detrás del maquillaje.
El engaño es doble: que la clave sea farsesca (alguien menciona una “opereta”) parece justificar que nada sea tomado en serio: de ser esa la intención el humor debería estar al frente, y cualquier rastro de gracia cómica brilla por su ausencia en La casa Gucci.
La falencia se tapa con escenografías avasallantes y canciones fatalmente desperdiciadas como Blue Monday de New Order. Esa escena, en la que se exhibe un desfile aislado, revela que la moda permanece en segundo plano: estos Gucci bien podrían haber tenido un negocio de escobillones.
La Voz