octubre 4, 2024 8:24 am

Hay un vacío en mi mundo de lectora de literatura: la poesía. No fue una decisión mantenerme al margen de ese género, pero tampoco lo abordé con la frescura que supe tener para cuentos, ensayos y novelas. Me conmuevo ante metáforas, imágenes, ideas y amplias descripciones de personajes complejos, pero me produce vértigo resolver mi intención lectora en la brevedad de unos versos arrojados a una inmensa página en blanco. La poesía, para mí, es un problema.

Mi primer encuentro con el género fue de una apropiación a través de la mutilación. Sin saber leer todavía, sentí una especial atracción hacia uno de los libros de la biblioteca infantil de mi hermana: Las poesías de Mari Pepa, de Alejandro Cifra. Eran poesías sobre gatos enamorados, sobre estrellas y lluvias y sobre el alma de los marineros.

En sus páginas, están mis dibujos incomprensibles y los garabatos en forma de olas que me servían para emular la escritura adulta. Sin embargo, lo que verdaderamente me llamó la atención fue mi apremiante necesidad de llenar los vacíos. Todas las O, las A y las D de los títulos tienen sus huecos coloreados; todas las ilustraciones que son sólo siluetas están pintadas con ansiedad.

Me inquietaba el enorme vacío que liberaban unos pocos versos concentrados a la izquierda de la página. El desperdicio me dejaba pensativa ante el libro abierto, y mi única reacción era seguir dibujando para apagar ese blanco ardiente.

Puntos de referencia

Con los años, dejé de pintar las O, las A y las D de los títulos y empecé a leer literatura. Aparecieron los cuentos y las novelas, pero la poesía no lograba convertirse en mi interés. En la escuela secundaria pasé por Martín Fierro y por Jorge Luis Borges, pero la brevedad me seguía pareciendo asfixiante. Recuerdo que esquivé a Alejandra Pizarnik porque algún prejuicio me dictaba que leerla siendo adolescente era de una redundancia ridícula.

No me animaba a hablar en voz alta sobre mi falta de interés por la poesía. La confesión me parecía absurda y soberbia, una versión sofisticada de los niños que rechazan comida que nunca probaron. Hasta que un día una de mis profesoras de Literatura dijo al pasar que había que ser valiente para leer poesía y otro tanto para escribirla, porque los niveles de exposición e intimidad que exige el género no son para cualquiera.

Respiré hondo y, un poco a escondidas de mí misma, sobrevolé el género. Probé y olvidé las poesías de Edgar Allan Poe. Percibí una sensación de extraño progreso ante el placer de leer “empozara” en relación al alma y al dolor en Los heraldos negros, de César Vallejo. Algún que otro verso de Emily Dickinson me resultó digno de ser compartido en Facebook, y disfruté de navegar en la tristeza cristalina de Ariel por obra y gracia de Sylvia Plath. Sin embargo, mi relación con la poesía seguía siendo distante.

Lo bueno, si breve, ¿dos veces bueno?

Durante mis años universitarios, me olvidé de mi deuda con la poesía. Leía ciencia ficción, novelas clásicas para entender las referencias culturales, cuentos, crónicas y las novedades en narrativa que me incluían en las conversaciones de mis amigos. Mientras tanto, el género poético me miraba desde un rincón. No era una cuestión de temas ni de épocas: era lo exiguo lo que me resultaba insoportable.

Me sorprendió darme cuenta de que, sin embargo, disfrutaba de la poesía que me llegaba de una manera casi encubierta: las letras de canciones. Había una sensación de completitud en el encastre perfecto que a veces encontraba entre la música, el ritmo, la entonación, las pausas y la lírica. Podía escuchar una misma canción en loop y, a veces, hasta llorar. ¿A qué se debía ese abismo entre leer y escuchar poesía? ¿Se trataba nada más que de los sonidos de una buena interpretación?

Para desarmar esta duda y confirmar algunos prejuicios, acepté una vez a ir a una lectura de poesía en un bar de universitarios. El lugar tenía la cerveza a un precio casi simbólico, sobre la calle más oscura que tenía el barrio Güemes antes del boom gastronómico.

Bajo una luz intencionadamente sucia, solemne y un poco cool leyeron sus versos los poetas. No eran muchos, pero me acercaron la variedad suficiente para saber que la entonación y mi rol de oyente no contribuían con mi acercamiento al género. Al contrario, juzgué la tarea de una simplicidad tan extrema que me fui enojada por haber malgastado mi tiempo en un género que nada tenía que ver conmigo.

Excepción

Mi entorno más cercano sabe que actualmente mi relación con la poesía es nula, y por eso apelan a ella sólo como un recurso humorístico: invitaciones que jamás aceptaría y juegos de palabras que me hacen revolear los ojos. Incluso mi librero de cabecera tiene presente que comentarme las recomendaciones de las novedades en poesía es inútil.

El año pasado, una escritora cordobesa subió un video a Instagram leyendo “La aprendiz”, de Sharon Olds. Los primeros cinco segundos del video, que coinciden con el comienzo del poema, me impidieron seguir scrolleando. Me sentí acorralada, sorprendida y casi entrampada; trataba de respirar despacito, por miedo a que se esfumara lo que estaba pasando. Cuando el video terminó, apagué la luz y fingí que lloraba por otra cosa.

Al otro día regresé a mi zona de confort y reforcé mi aversión hacia la poesía. Retomé el horror vacui que siempre me produjo ese mar blanco que rodea unas islas de versos, y confirmé mi compromiso con las narraciones de largo aliento, que manipulan la tensión entre personajes y hechos.

Podría optar por la vía sencilla de aceptar mi insensibilidad poética. Sin embargo, lejos de aliviarme, ese gesto me sabe demasiado a fracaso. ¿Será que no aprendí a leer poesía? ¿Se aprende a leer poesía por fuera del ejercicio mismo de leer poesía? ¿Deberé ser más paciente y no limitar mi lectura a la brevedad de los versos, sino profundizar en los sentidos que se asoman?

Corazón valiente

Vuelvo a Las poesías de Mari Pepa y releo el prólogo de la directora de la colección. Además de presentar al autor, se encarga de subrayar que “este es un libro de poesía, y a los libros de poesía se los lee muchas veces”.

Pienso, ahora, que mi fluctuante relación con la poesía puede ser una de las actitudes esperables hacia el género. Tal vez esa inquietud que siento ante la economía de palabras y ante el apremio por cortar el aliento del lector esconde, después de todo, el temor de ser asaltada por lo inesperado sin ningún tipo de defensa.

En el período en el que escribía y reescribía estas palabras, me llegó el libro de una poeta cordobesa que entrevisté una vez. Su gesto me sorprendió, porque nunca nadie me acercó un libro de poesía. Pensé en llevarlo en la mochila para leerlo en los huecos de la rutina, pero me arrepentí porque lo consideré una flagrante injusticia poética. Lo reservé para el verano, ese lugar en el que me permito cierta vulnerabilidad y las defensas no son un estorbo. Tal vez, en ese entonces, me pueda encontrar en la brevedad.

La Voz

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