septiembre 8, 2024 7:02 am

Betina González: La literatura tiene que recuperar la cualidad misteriosa del mundo

Una chispa narrativa perteneciente a la realidad fue la que prendió el fuego en Olimpia, la nueva novela de Betina González (Villa Ballester, 1972). La escritora argentina escuchó de boca de un amigo la historia de un experimento con un animal, realizado por un psicólogo estadounidense, se lo apropió y ubicó la ficción en la década de 1930, en el país de las matanzas de obreros y de las turbulencias anarquistas.

Olimpia se abre en un delta de hilos narrativos y personajes que alimentan y vuelven más compleja una trama central. Lucrecia, una chica que ha educado su cuerpo y su instinto para ser una estrella de los saltos ornamentales, se enamora y se casa con Mario Ulrich, un científico que hereda fortuna y caserón junto al río y se da el lujo de entregar su vida entera a comprobar sus teorías.

En un punto nodal de la novela, deciden llevar a cabo un experimento: criar al hijo que han concebido junto a una mona, la Olimpia del título, sin hacer diferencias, como si fueran hermanos, para indagar qué hay de cierto en la idea de que lo que llamamos humano es un añadido al sustrato animal que la sociedad modela, para llevarlo a un nivel que nos distingue de las bestias.

Pero Olimpia es más que la historia de un experimento para refutar el innatismo, teoría según la cual el lenguaje está biológicamente programado.

La novela cobija además las voces y las visiones de mundo de Carmen, una señora que trabaja desde siempre en la casa donde el matrimonio vive, y que maneja como si fuera suya. De la incandescente y misteriosa Esmeralda, una chica de convicciones anarquistas que se incorpora al trabajo doméstico. Del cazador Juan Averá, un hombre rústico capaz de conectar con los animales y de venganzas pacientes. Y, lo más extraño de todo, de Amarillo, un perro con el que han experimentado quitándole un pedazo de cerebro, a quien la novela le otorga una voz, emociones y atisbos de especulación que llevan todo hacia los límites de la extrañeza.

Betina González es autora de las novelas Arte menor, Las poseídas y América alucinada, del libro de cuentos El amor es una catástrofe natural y de los ensayos reunidos en La obligación de ser genial. Vivió 10 años en Estados Unidos, una estadía en otra lengua que, asegura, reverbera en su manera de escribir y de prestarle atención a las palabras.

El experimento

–¿Cómo se te apareció esta historia? ¿Estabas leyendo algo, te la cruzaste?

–La mayor parte es ficción, aunque la novela tiene un germen narrativo real. Un amigo que es neurocientífico me contó sobre un experimento que había hecho en la década de 1930 un psicólogo, en Estados Unidos, que consistía en adoptar a una mona para criarla y probar la teoría de que lo humano y el lenguaje eran adquiridos. Era una pregunta muy de los años ‘20 y ‘30. Este amigo me lo contó porque yo estaba con este tema, pero desde otro lado. A mí lo que me interesaban eran los niños ferales, esos mitos de niños dejados en la naturaleza, que se crían con animales y después no se pueden socializar porque no aprendieron el lenguaje. Él me decía que hay como una ventana, que se cierra alrededor de los 12 años. Si a los 12 años un nene no aprendió la lengua, es muy difícil que después la aprenda. Ahora se sabe que la mayoría de los casos de niños ferales son todos ficticios. A mí me interesan mucho los temas de relaciones entre humanos y animales, o la animalidad de lo humano, y este caso me atrapó y decidí basar la novela en eso. Me apropié de ese experimento.

–¿Te atrae mucho la ciencia?

–La ciencia tiene algo interesante. Cualquier experimento, sea con arvejas, con caracoles o mariposas, si vos lo sabés contar, para la ficción es como una alegría narrativa. Pero en esta novela tenía que encontrarle la vuelta para que no fuera solo eso, que entraran otras preguntas, otras miradas. Toda la parte científica era fácil de relevar. El experimento del pequeño Albert, que también se menciona en Olimpia, hoy está muy discutido, porque era una ciencia bastante brutal. Me interesaba también el tema del miedo como fijador del aprendizaje, pero la novela realmente despegó cuando entraron las dos criadas y el cazador. Necesitaba evidentemente un balance de la mirada científica con otras miradas. Tejer esas otras historias fue lo que me impulsó a terminar la novela.

–También tiene una importancia en la novela el perro Amarillo. ¿Cómo concebiste el hecho de meterte en ese personaje tan extraño?

–El personaje del perro fue fundamental, y no estaba planeado. Apareció cuando le di el espacio para hacerlo. El experimento de sacarle un pedazo de cerebro al perro también es real. A mí me conmovió mucho leer eso, me pareció terrible. En esa época la ciencia no tenía algunos de los protocolos de ética que ahora tiene. Y lo metí en la novela. ¡Lo que pasa es que la novela es sorprenderse a una misma! Me di cuenta de que ahí había algo. Nadie cuenta qué pasa después con un animal que es sujeto de experimentación. Ahí se me dio vuelta la historia y me puse a ver si me salía meterme en la cabeza de un animal sin humanizarlo, dentro de lo posible ¿no? Porque obviamente está el tema del lenguaje, que los animales no tienen. Intenté no otorgarle rasgos antropomórficos. Leí bastante sobre perros también, y al estar rodeada de amigos científicos, iba preguntando.

–¿Mientras escribís una novela, vas realizando algún tipo de investigación o de lecturas específicas?

–Sí, sobre todo en el caso de las novelas. Tal vez en un cuento menos. Para mí, parte del disfrute de la escritura es el entusiasmo cuando encuentro cosas como éstas: historias que están escondidas en otros discursos. En la ciencia, en las noticias. Entonces sí, leo mucho de esos sustratos. En el caso de Olimpia, por ejemplo, como era importante la época, leí mucha prensa de los años ‘30, para embeberme aunque no exageradamente, porque no es una novela histórica. Con pocos detalles me parece que se podía recrear ese contexto. Sí me pareció importante, ya que iba a tener el contexto de la Argentina, enganchar con las preguntas y cosas que se estaban pensando acá en esa época: la degeneración social, el anarquismo. Hubo cosas muy interesantes que se fueron metiendo solas a partir de esas lecturas, que son como un sustrato que fue alimentando la novela sin que me diera cuenta.

Ciencia y literatura

–Hay un momento que lleva directamente a “Yzur”, el cuento que está en el libro “Las fuerzas extrañas” de Leopoldo Lugones, sobre un mono que puede hablar pero decide evitarlo para no ser esclavizado. ¿Tenías en mente ese cuento?

–Releí esa historia de Lugones, claro. Cuando mi amigo me contó la historia del experimento, y empecé a pensar si iba a utilizar una mona o un mono como personaje, me puse a ver quiénes habían hecho esto en la literatura. Y Lugones era la primera referencia. “Yzur” es uno de sus mejores cuentos, tiene un final impresionante. Para mí fue muy divertido meterme con ese escritor, porque lo mezclo con otro personaje. Mi novela tiene un tono irónico, ya sabemos que Lugones terminó apoyando cosas terribles. En la novela hay un tono medio burlón en esa historia del mono que en realidad podía hablar, pero hablaba únicamente con todos los sirvientes y nunca con él. Horacio Quiroga también tiene un cuento con un mono, que está referenciado en la novela como al pasar. En el cuento de Quiroga hay un tipo que va al zoológico y siente que un mono se comunica con él, se obsesiona tanto que lo rapta y se lo lleva a la casa. Aparece ahí el tema de la reencarnación. Eso está metido en una de las historias que cuenta Juan Averá en Olimpia.

–Otro experimento que aparece en la novela es el que hace Antonio Soaje Ocampo. Él escribe una narración de los hechos que aspira a ser un texto científico pero termina publicado como un relato fantástico. ¿Es un guiño a esta boutade borgeana de que la filosofía es una rama de la literatura fantástica? En este caso, la ciencia sería una rama de la literatura fantástica…

–Totalmente, va por ese lado. Borges decía también que el psicoanálisis es una rama de la literatura fantástica. Siempre estuvo eso en la novela de mirar a la literatura y a la ciencia desde el imaginario. Es que la ciencia comparte eso con la literatura. A mí me fascinan la imaginación y la curiosidad, y me resulta similar el modo de pensar como escritora. Sin imaginación no hay ciencia, sin curiosidad no hay ciencia. La teoría y la literatura fantástica comparten eso.

–En “América alucinada” hay ciervos que empiezan a comportarse de manera extraña, personas que emprenden el regreso a los bosques y al contacto con lo salvaje. En “Olimpia” los animales tienen un rol preponderante. ¿Te intrigan de manera particular el mundo animal, la naturaleza? ¿La idea de fondo sería que los seres humanos podemos aprender de los animales?

–No sé si lo diría tan así, que los seres humanos podemos aprender, pero sí me interesa mucho el tema de la animalidad, que se ha metido sin darme cuenta en varios de mis libros. Está en América alucinada, y también en mi libro de cuentos El amor es una catástrofe natural. Parece una trilogía que salió sin querer. Lo que a mí me pasa como escritora no es tanto pensar que los humanos aprendamos de los animales sino que los animales me parecen un gran misterio. Y creo que la literatura y la poesía tienen que recuperar esa cualidad misteriosa del mundo. Lo que la ciencia explica está buenísimo, el discurso científico obviamente es imprescindible, pero hay un misterio acerca de la relación que tenemos con el planeta en general, con los animales y las plantas que, me parece, solo lo pueden contar la filosofía y la literatura.

–En el caso de Lucrecia y de Blas, su hijo, se produce justamente una especie de contagio o de influencia animal producida por Olimpia…

–Lucrecia empieza a encontrar un rol maternal pero animal, conectando con su cuerpo. En el vínculo con la mona, reconecta con su animalidad y con su vitalidad, de alguna manera. Me parece que eso es parte de lo que implica abrirse al misterio del animal. Y nosotros también somos animales, atravesados por la cultura, pero seguimos teniendo esa posibilidad. Algo que, me parece, le envidiamos al animal es esa capacidad de vivir en el presente.

Vibración política

–La novela se arma además con una especie de murmullo de la situación política de la época, que transpira hacia la trama central. ¿Te interesa que esa vibración política aparezca en tu obra?

–Sí, por supuesto. Cuando me di cuenta de que tenía el contexto del anarquismo y de las matanzas de indígenas y de obreros que todavía sucedían, me pareció que eso tenía que estar si yo estaba escribiendo una novela sobre qué es lo humano, lo animal y el derecho que tenemos a operar sobre los demás. Los demás incluyendo a otros seres, a todo el planeta. Eso debía aparecer, porque no es solo una novela sobre experimentos con animales. Es más, ahí es cuando la novela despegó y yo entendí lo que quería hacer. Leí la prensa de esa época y encontré, hasta donde yo pude ver, porque no soy historiadora, que el anarquismo era el único movimiento que tenía una postura frente al mundo animal parecida a lo que yo creo ahora en relación a cómo hay que actuar. El anarquismo no era extractivista o posesivo en relación al mundo animal o a la naturaleza pensada solo como recurso, sino que había un respeto. No sé hasta dónde eso era operativo, pero sí está eso en los textos anarquistas.

–Escondido como si fuera en el dobladillo de “Olimpia” aparece el lema “Ni dios, ni marido ni patrón”. Esa frase tiene hoy su vigencia…

–Esa frase era una consigna de las mujeres anarquistas de la época. Me pareció algo muy potente. Y ponerlo en el dobladillo de la novela, no en primer plano, ponerlo como ese golpe a la historia de Lucrecia, me pareció muy poderoso. No son cosas que una planea, sino que son cosas que por suerte salen. No es que yo tenía anotada la frase y había pensado ponerla en algún lado, no. Son cosas en las que yo pienso y creo, y obviamente en la escritura sale el feminismo de una.

–Estuviste una temporada larga en Estados Unidos, viviendo en otra lengua. ¿Creés que eso le hace algo a tu literatura? ¿La enrarece?

–Escribí un ensayo sobre eso. Me afectó muchísimo, en un buen sentido y también en el sentido de pérdida. Lo principal que te pasa cuando estás tanto tiempo en otro idioma es que empezás a ver tu lengua con mayor interés. Empezás a preguntarte por qué usás una palabra y no otra. Eso para mí es una ganancia. Comenzás a darte cuenta de todo lo que te sobra, porque la literatura no significa necesariamente reproducir la lengua cotidiana. Depende el tipo de literatura que hagas. Cuando es una novela como Olimpia, que es de la más pura imaginación por más que está situada en un contexto histórico, no se necesita una lengua mimética. ¿Voy a buscar cómo hablaban en los años ‘30? No, no tiene sentido. Es otro el contrato con el lector. No estoy haciendo una novela realista. Casi nada de lo que yo escribo es realismo, sino que creo mi propia atmósfera. Hay un enrarecimiento, un extrañamiento de ese contexto que el lector o la lectora conocen pero se vuelven raros en la novela. Y eso sí tiene que ver con ser bilingüe.

Olimpia. Betina González. Tusquets Editores. 211 páginas. $ 1990.

La Voz

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