El obispo anglicano George Berkeley tuvo una vida azarosa. Nació en Irlanda, en cuna aristocrática. Cuando era un cuarentón, se embarcó hacia las islas Bermudas. Fundó una escuela. Se mudó a Rhode Island, compró una plantación y educó esclavos. Se fundió y volvió a Europa. Entró al olvido legando el nombre a una ciudad californiana.
Antes dejó una filosofía curiosa: ser es ser percibido. Llevó al extremo la teoría de que sólo se puede conocer con certeza aquello que percibimos a través de los sentidos. Que todas las ideas que nos hacemos, todas las relaciones causales que imaginamos, son meras especulaciones.
Su filosofía es tan extraña que cabe reflexionar con un ejemplo: si un individuo se para con los ojos cerrados en el medio de una autopista mientras un camión veloz avanza de frente hacia él, estará a salvo mientras no abra los ojos para percibirlo. Si el camión no fue percibido, no existe ningún riesgo.
Con buen tino se ha dicho que la filosofía de Berkeley es, en rigor, imposible de ser refutada. Para conseguirlo, habría que pararse, cerrar los ojos y esperar la inexistencia del camión. Pero del mismo modo, es una teoría imposible de ser comprobada.
Suelen usarse las divagaciones de Berkeley para explicar la complejidad del negacionismo. Funciona como una lata cerrada que sólo se abre desde adentro. Todos los fanatismos suelen nacer de una misma convicción: aquello que se quiere percibir es lo que verdaderamente existe. Y todo lo que se quiere negar, deja de ser real por el simple efecto de la propia convicción.
Ganar perdiendo
Sostiene el gobierno argentino que triunfó en las urnas el domingo pasado.
Una de las formulaciones de esa negación corrió por cuenta de Victoria Tolosa Paz, la diputada electa que durante la campaña disertó sobre las condiciones predictivas de las cartas astrales y el apetito sexual promedio de su espacio político. Tolosa Paz sostiene que el oficialismo ganó perdiendo y que el triunfo de sus adversarios no es más que una derrota.
La teoría de Tolosa Paz no es una rareza extraviada en la confusión posleectoral del oficialismo. La “ministra de aclaración”, Gabriela Cerruti, le hizo pierna devaluando la exageración hasta la mitad. La portavoz europea del presidente Fernández dijo que la elección fue un empate. Si se observan los números, eso no ocurrió ni en la pareja disputa de la provincia de Buenos Aires. Y si el mapa nacional merece que se abran los ojos, se verá que un enorme camión indiferente atropelló al oficialismo.
Pero la negación es más amplia. Alberto Fernández convocó el domingo a festejar el “triunfo” oficialista. Parecía un acto fallido al calor de la tribuna, pero vino precedido por un discurso –pensado y grabado– en el que, lejos de acusar recibo del trompazo recibido en las urnas, apestilló a la oposición para que le apruebe, so pena de expulsión patriótica, un programa económico que enviará al Congreso y que nadie sabe hasta ahora si será escrito por David Lipton o por Axel Kicillof.
Magnanimidad en la derrota
Se han visto en la historia universal –que ha sido de algún modo la historia de sus batallas– miles de invocaciones a la generosidad de los vencedores y la dignidad de los vencidos. La literatura está poblada de aforismos al estilo de quienes hablan de la paternidad de los triunfos y la orfandad del fracaso. Lo que no se había visto hasta ahora es la originalidad que acaba de estrenar Alberto Fernández: la magnanimidad en la derrota. Nunca se le ocurrió a nadie. Y eso que la comedia es, desde hace tiempo, considerada entre las bellas artes.
A Winston Churchill le tocó decir en su hora que en la victoria hay que tener magnanimidad. Imaginación de perejiles. Magnánimo hay que ser después de una paliza, se le ocurrió al presidente argentino, con majestuosa creatividad.
Como al comité del premio Nobel seguramente se le escabullirá de la agenda esa innovación, la tropa en conjunto del oficialismo vencido reivindicará el invento del Presidente y festejará hoy la derrota.
Siempre es así la lógica de la euforia. Bien vale la pena recordar otra vez aquel fragmento de William Drummond: “Una dama se enamoró con tal frenesí de un predicador puritano que le pidió a su marido le permitiera entregarse a él, para que procrearan un ángel. Pero habiendo logrado el permiso, el parto fue normal”.
Después de todo, ser es ser percibido, diría el obispo de Berkeley. Hasta una derrota infiel puede imaginarse como victoria virtuosa. Con los ojos cerrados, en medio de la autopista.
La Voz