–¡¿De qué estás hablando, Tota?!
–¡¿No me entendiste, Livio?! Agarrate fuerte; te tengo la sorpresa de tu vida.
Él la miró desconcertado. Ella fue a la cocina. Sacó tres latas de leche en polvo Nido escondidas en un rincón de la alacena inferior. Las tiró sobre la mesa del comedor. Rebotaron en cámara lenta con ruido liviano.
–Tomá. Acá tenés.
–¿Para qué tanta leche? –preguntó confundido mi papá.
–Abrilas. No es leche.
Mi papá hizo palanca con el cuchillo en la ranura de una de las tapas. Reculó como si hubiera visto una cobra bailando fuera de la canasta. Miró sin creer lo que veía: las tres latas estaban atiborradas de billetes abollados.
–¡¿Sorprendido?! –preguntó mi mamá con suficiencia– ¿Todavía creés que estamos fundidos?
–¿De dónde miércoles sacaste esto? ¡¿Ganaste la quiniela?! –ametralló mi papá.
–Desde la Comunión de Gerardo que vengo guardando todos los días billetito tras billetito. ¡Son tuyos!
–¿Por qué no me dijiste antes?
–Porque es un ahorro. Si te decía, seguro que lo hubiéramos gastado en cualquier cosa.
–Hubiésemos podido ir de vacaciones. Hace tres años que ni siquiera vamos a Mar Chiquita.
–Justamente por eso. No quise ser despilfarradora como la cigarra. Me prometí que sería como una hormiguita.
–¿Y eso?
–Lo aprendí de tanto que les leí a los chicos la fábula de Jean de la Fontaine. Tenía ganas de que llegara este día para ver los frutos de hormiga.
Mi papá quedó encandilado mirando dentro de las latas. “Cuánto hay… ¿ya contaste?”, preguntó. Sin esperar respuesta, volcó los billetes sobre la mesa. “Contemos”, ordenó.
Veintisiete minutos después, mis papás, mi hermano y yo logramos alisar y apilar los 729 billetes en tres fajos de distinta denominación. Mi papá sumó la plata y la agregó mentalmente a los ahorros en Banco Nación. “Todavía nos falta un poco para llegar a la esquina. No importa, me darán un préstamo de taquito”.
Semanas después, mi papá estaba en la oficina y recibió una llamada del Banco Nación. Reconoció la voz. Creyó que le anunciarían que el préstamo estaba autorizado. Cambió el semblante cuando escuchó la misma mala noticia que le dieron el día anterior desde el Banco Provincia de Córdoba. Los bancos habían suspendido las líneas de crédito hasta nuevo aviso debido a los vaivenes erráticos de la política.
No podía creer que sucediera lo de siempre, que le faltara tan poco y que la esquina se alejara tanto. Pensó que la mala noticia mataría a mi mamá. Debía encontrar otra fórmula para comprar la esquina.
–Livio, ¿qué te pasa? Te noto preocupado.
–Nada, cosas del trabajo.
–Dale, contame.
–No seas cargosa. Nada.
–Te conozco. Contame.
Cuando mi mamá dio media vuelta dispuesta a derretir un poco de azúcar, mi papá la sorprendió.
–Voy a abrir un banco.
–Sí, yo abriré un bar en la Luna –respondió ella, filosa y sarcástica.
–Te lo digo en serio.
–¿De qué estás hablando? Eso no se hace así porque sí.
–Bueno, no será un banco con cuatro paredes, sino el concepto.
–¡¿Qué concepto?!
–Voy a prestar a los necesitados.
–Disfrazalo como quieras. Vas a ir en cana. No quiero un usurero al lado mío. ¡Con todo lo que criticaste a los usureros, válgame Dios! Ya te tragaste una noche en el calabozo.
–Aclaremos. La quiniela no fue culpa mía, no sé si nos entendemos –dijo mi papá con ironía–, lo hago para ayudar a otros.
–Sí, claro. Yo también ayudo a los borrachos vendiéndoles vino.
–Los bancos no dan bola, Tota, solo te dan plata si tenés plata. Y para qué mierda querés plata si tenés plata. Son unos sinvergüenzas.
–No juegues a ser Robin Hood. Esperá que todo mejore y van a empezar a dar créditos de nuevo. Falta poquito.
–No tenemos tiempo, Tota. Le voy a hablar a tu hermano.
–¿A Octavio?
–No, al Tito. Siempre anda buscando en qué invertir. De paso le hacemos un favor, para que no pierda tanto en el casino.
Mi papá jugó esa ficha a sabiendas de que el tío Tito era la debilidad de mi mamá. Ella también cedió para no desmotivarlo. Hacía rato que mi papá daba vueltas en busca de un emprendimiento que fuera más exitoso que la polla de fútbol, la fábrica de soda y el criadero de canarios.
–¿Se lo adelantaste? –le preguntó mi mamá al recordarle que el tío Tito llegaría a San Francisco a buscar un lote para instalar el Ringling Brothers.
–Todavía debo ver unas cositas. Quiero contarle todo con precisión de relojero, así agarra de una.
Mi papá sabía que mi tío no comía gato por liebre. Su idea era demostrarle que la financiera era un negocio que respondía a la necesidad de la gente y que tendría un ángulo humano. Proyectó una encuesta. Escribió a mano varias preguntas que copió con papel carbónico y las repartió entre los clientes del bar y en su oficina.
1) ¿Algún banco rechazó darle un préstamo?
2) ¿Está dispuesto a pagar un interés más alto con tal de conseguir dinero de inmediato y sin trámites?
3) ¿Se compromete a pagar a término y firmar pagarés?
Y en la cuarta sección de la encuesta, preguntó:
4) A qué actividad destinará el dinero:
a) Reparaciones en la casa.
b) Pago de deudas.
c) Compra de muebles o electrodomésticos.
d) Adquisición de un vehículo.
El resultado fue mejor del esperado. Recibió 37 respuestas de 40. El ciento por ciento contestó positivo a las tres primeras preguntas. En la cuarta, los encuestados agregaron a puño y letra datos curiosos: “Para irme de vacaciones”, “Pagar una escuela privada” y “Comprarme la Gilera de mis sueños”.
–Tito, estos resultados hablan por sí solos. Hay mucha gente desesperada por un poco de plata. Los bancos no dan bola. Tenemos una gran oportunidad.
–Parece que sí. Pero, ojo, también hay que pensar en los riesgos.
–No te hagas problemas, Tito, la gente pagará. Prestaremos solo a conocidos y de confianza. Serán créditos de poca monta, créditos hormiga.
–Siempre fuiste muy optimista, Livio. No será fácil.
–Tranquilo. Todo va a ir bien.
Los dos comenzaron a hacer cálculos, soñar con un futuro próspero y hasta lanzaron nombres para el emprendimiento. “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, sugirió mi tío, en honor a la capilla en Plaza Clucellas a la que iba de chico con mi mamá. Mi mamá, que cebaba mates a la distancia, asintió con emoción.
“Dejame demostrarte con estos números”, dijo mi papá. Estaba tan acelerado que escribió sobre el primer papel que encontró a mano: un retrato que me había dibujado mi hermano y en el que quedé crucificado para la posteridad como el autor intelectual del negocio. Mi papá escribió un 2.000.000 en el lado superior izquierdo de mi perfil.
–Se te fue el avión, Livio. Bajalo a uno. Acordate que no tocaremos lo que vamos a generar. A fin de año veremos si ponemos más capital.
Mi papá tachó el 2.000.000 y escribió 1.000.000, cantidad que subrayó dos veces para sellar el acuerdo.
–Livio, yo pongo el 60 por ciento del capital inicial y vos el resto.
–Dejá de joder, Tito. El trato siempre fue que vamos mita y mita.
–Tendrás que administrar todo vos solo. Es justo que yo ponga más.
Mi papá prosiguió con la lapicera más rápida que una bala. Prestarían un monto hormiga de 125 mil pesos por mes al 12,5 por ciento de interés. Especuló que la ganancia mensual sería de 15.600 pesos y se le abrillantaron los ojos. El capital acumulado más los intereses le ayudarían a generar 17.600 pesos por mes en el segundo año y 19.800 pesos por mes el tercer año. Dejó de calcular después del séptimo año, no porque pensara que cerraría la financiera, sino porque “se me acabó el espacio en el papel”, dijo, y se echó a reír. Se rio un poco por la ocurrencia y otro poco celebrando de antemano lo rico que sería.
–Eso es en el mejor escenario, Livio. Acordate que tenemos que estar preparados para los riesgos.
–Descuidate, tengo todo bajo control, hasta un abogado listo para ejecutar al que no pague y que no se corte la cadena. El negocio es redondo, Tito.
–Acordate que los bancos prestan la plata de la gente. Nosotros prestaremos la nuestra. Además, sabemos que esto no es muy santo que digamos y hay que prestar mucha atención.
–Ya sé, Tito, me lo dijiste un montón de veces. Y yo te repito lo mismo: tranquilo, todo va a salir bien.
Mi papá había alistado el primer millón para repartirlo en créditos hormiga. Irradiaba más optimismo que una sala de terapia intensiva vacía.
Al mediodía del primer día hábil del “Banco de la Virgen de Nueva Pompeya”, un señor en la otra orilla del bar le chistó para que se le acercara. Le susurró e imploró que le prestara dinero para atender la salud de su esposa. “Es cosa de vida o muerte, don Livio”, le dijo con cejas de urgencia y esperando compasión.
Mi papá desconfió. No lo reconocía y darle dinero era contrario a la política que le había prometido a mi tío: “Prestaremos solo a gente conocida y de confianza”. Pero el entusiasmo por tener el primer cliente pudo más que él. Le dijo que regresara por la tardecita. Debía preparar los pagarés para la firma.
–¿Tenés problemas? –le preguntaron al unísono sus amigos el flaco Bosio y el Elso Godino con curiosidad cuando volvió a su mesa.
–Para nada. ¿Por qué?
–Reconocí al tipo. Su foto salió en el diario cuando se descubrió un fraude millonario en el hospital –dijo el flaco Bosio.
–¿Creen que soy tonto? ¡Nadie me va a joder! Todo el mundo me firmará pagarés; si no, se los paso al abogado y listo el pollo –justificó mi papá.
–¡No, salame! –le dijo el Elso Godino– No entendiste. No te va a joder con la guita: te va a joder porque te va a mandar en cana. ¡Ese tipo es uno de los jefes de la policía!
Mi papá quedó blanco como un papel, mareado y con la vista perdida. Imágenes de su noche en el calabozo y de mi mamá advirtiéndole que terminaría como usurero en la cárcel le rebotaron dentro del cráneo.
En aquella siesta, no pegó un ojo. Trató de recordar a cada encuestado, pero no sospechó de nadie como delator. “Estoy frito”, pensó. No quiso decirle nada a mi mamá y menos a mi tío. Primero quería resolver el intríngulis.
El tipo regresó a las 7 de la tarde en punto. Mi papá sacó una excusa de la galera que ni él mismo había imaginado hasta ese momento. Los nervios le jugaron una mala pasada. Las frases le salieron rápidas, pero desconectadas como tiros de una ametralladora atascada.
–Lamento su esposa. Mi patrón es muy generoso. Siempre ayuda a todo el mundo. Esta vez no puede. Me dijo que le diga. Vuelva el mes que viene. Que vaya directamente. A verlo a él. Esta es su dirección.
–Tranquilo, don Livio. Tranquilo, no necesito esa dirección –le dijo el tipo e hizo una pausa poniéndole una mano sobre el hombro–. No se haga problema, iré al banco. Es el único lugar donde debe ir la gente a pedir dinero. De lo contrario, terminaré preso.
Mi papá entendió el mensaje. Quedó embalsamado en el medio del salón como si estuviera frente a un paredón de fusilamiento. Sintió que no controlaba el temblequeo de los dedos de las manos que le vibraban como colibrí chupando una flor. Pensó que todos los sueños de volverse rico como banquero se le estaban esfumando por la puerta detrás del policía. “¡Qué ingenuo! ¡Qué boludo que soy!”, se azotó a sí mismo.
Fue a la oficina a llamar por teléfono a mi tío para cerrar el banco antes de abrirlo y, de nuevo, las frases le salieron como ametralladora atascada: “Tito. Hasta aquí llegamos. Esto no es para mí. Estoy cagado. Dejémonos de joder. Mejor dediquémonos a otra cosa”.
Esa noche, mi mamá estaba lista para derretir azúcar.
–No te preocupes, mi amor. Por algo la Virgen hace las cosas que hace. Mejor que pase esto ahora a tener que lamentar en el futuro. El tipo es un mensajero.
–Pero ¡qué mensajero! Era el mismísimo carcelero –dijo mi papá, y se rio de sí mismo.
Se puso serio enseguida y soltó una ráfaga apocalíptica.
–¿Sabés qué? Ya me cansé de lucharla. Estoy cansado, Tota. Hasta aquí llegué. Tiro la toalla.
Mientras mi papá terminaba la cena con frases de fin del mundo y un flan bañado en azúcar quemada, mi hermano salió decidido del comedor.
Tomó los peones del juego de ajedrez sobre la biblioteca de nuestro dormitorio y los despanzurró en busca de las tres monedas de oro que nos había regalado el tío Tito. Las puso en la bolsita de terciopelo original donde todavía guardaba el papel escrito con la fórmula mágica que nunca usamos. “El escondite más visible es el menos sospechoso”, se le ocurrió un día, prefiriendo esconder los peones a la vista de todos sin necesidad de ocultarlos en el patio o por el barrio.
Reapareció en el comedor y a una distancia de dos metros lanzó la bolsita al aire como tirando una ficha al juego del sapo. La bolsita cayó pesada sobre la mesa, con menos ruido que las latas de leche Nido de mi mamá, aunque con el mismo efecto reparador.
–¿Qué hacés, Gerardo, hijito de Dios? –advirtió mi mamá–. Casi me das en la cabeza. ¿Qué es esto?
–El tío Tito nos regaló esto hace años con la condición de dárselas a ustedes en caso de que no pudieran comprar la esquina –dijo mi hermano.
Mis papás lo miraron asombrados como si se tratara de la mismísima Virgen del Nueva Pompeya. No sabían si era una broma, una fantasía o un sueño.
Mi papá le ganó en rapidez a mi mamá. Abrió la bolsita y tiró el contenido sobre la mesa. Las monedas salieron corriendo por todos lados y brillaron con el mismo destello que sus anillos de casamiento.
Mi mamá se largó a llorar y exclamó: “El Tito no tiene nombre”. De golpe se vio a sí misma repasando sus objetivos y plegarias para comprar la esquina en sus libretitas verde y amarilla.
Mi papá se aguantó las lágrimas. Intentó hablar tres veces, pero el nudo en la garganta se lo impidió. Pensó que debía continuar la milonga que le había quedado trunca. Se acordó que convirtió el tango traumático, “Esquina esquiva”, en una milonga alegre y amorosa, “Pebeta hermosa, esquina mía”, comparando a la esquina con mi mamá. Sintió urgencia de terminarla.
–Ahora nos alcanza y nos sobra –dijo mi papá, con la voz todavía quebrada–. Mañana mismo iré bien temprano del viejo Pons para comprarle la esquina.
–Te acompañamos; vamos juntos –respondió decidida mi mamá, con los ojos todavía empapados.
Mi hermano y yo nos quedamos parados en silencio contemplando la escena. Estábamos contagiados de lágrimas. Nos sentimos como sentados en las butacas del cine Mayo viendo un final feliz. El muchachito que todos daban por muerto abría lentamente los ojos y, de nuevo, se llenaba de vida y esperanza.
Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Esquina comprada, milonga terminada, ¿y la felicidad?”.
La Voz