Desde el día en que nació aquel niño se despertaba contento.
Los padres recuerdan que todas las mañanas se miraban expectantes; y confirmaban que sí, otra vez, su hijo amanecía de buen humor.
No habían podido engendrar más, por lo que comparaban aquella experiencia con los hijos de amigos o de parientes, pero nadie recordaba algo parecido.
Con el tiempo dejaron de comentar el fenómeno; a muchos les irritaba no haber tenido la misma suerte con los propios.
Durante el primer año, cada despertar del niño era una fiesta de gorjeos y sonidos graciosos. Al comenzar a hablar elegía iniciar el día cantando, pero no canciones aprendidas sino inventadas por él, con letras y tonos desopilantes. Sus padres no podían sino agradecer lo que creían era una bendición.
El tiempo pasó y el niño crecía feliz. No importaba si había descansado, si estaba de vacaciones o era época de clases; la alegría estaba allí, cada mañana, intacta y para ser compartida.
Las maestras, una tras otra, se enamoraban de ese alumno que llegaba al colegio cada día con gesto radiante; un bálsamo entre tanto niño y niña contrariados. Aunque en ocasiones tuvieran que pedir que redujera la voz al cantar o no interrumpiera actividades con su risa contagiosa.
El silbador
Antes de los 5 años sorprendió a todos: sabía silbar. No sonidos aislados, sino melodías. En poco tiempo se convirtió en el centro de las reuniones familiares dando conciertos memorables.
Cierto día un pariente lejano comentó a los padres que aquello no podía ser normal. Desde su experiencia como farmacéutico sospechaba que estaban a tiempo de detectar algún problema; y que consultaran a profesionales.
De inmediato, los padres pusieron al niño en manos de especialistas. Cada uno a su turno dio una opinión. Los diagnósticos confundían, ya que variaban entre diversos trastornos neurológicos. En lo que todos coincidieron fue en que aquella alegría permanente no encajaba en los parámetros normales de la infancia; y en que debía ser corregida sin demoras.
Si bien presenciaba cada consulta, el niño continuó sonriendo al despertar, cantando y silbando durante el día y ya, con 9 años, escribiendo textos llenos de dicha y optimismo.
Luego de dudar por algunas semanas, los padres decidieron tratarlo. Cuando una de las abuelas preguntó “por qué… de qué”. Ninguno supo responder. Querían lo mejor para su hijo y no podían desdeñar la concluyente opinión de los expertos.
Comenzó a recibir medicamentos y apoyo psicológico que, en poco tiempo, comenzaron a dar efecto. La madre asegura que fue domingo el primer día en que su hijo se despertó serio. No enojado, pero ya no contento.
En los meses siguientes se sumaron más despertares sin sonrisas, hasta que finalmente un día abrió los ojos y protestó. Los padres se abrazaron, estaban en el buen camino. Con el tiempo su hijo podría ser normal.
Han pasado cuatro años y la medicación pudo ser reducida. El muchacho sólo recibe una pastilla por la noche y las sesiones de rehabilitación son apenas mensuales.
Hoy se despierta como todos, enojado y molesto. Ha dejado de cantar y, si por casualidad o descuido comienza a silbar, sus padres hacen un gesto indicado por el terapeuta y el muchacho se detiene.
Días atrás un amigo de la familia opinó que tanta seriedad no es normal; que deberían consultar. Los padres lo están pensando. En su interior, el muchacho extraña despertar contento.
* Médico
La Voz