“No puede ser que nos veamos sólo para los velorios”, me dijo “la Dani” después de haber estado en la última despedida de la mamá de Sonia. “¿Te prenderías si nos juntamos con algunos del cole?”, me preguntó.
La consulta activó de inmediato una duda existencial que llevaba ya 32 años dando vueltas: ¿y si volvemos a vernos con los compañeros del secundario? ¿Qué hacer con esos recuerdos: seguir manteniéndolos cristalizados, como quedaron desde el último día de quinto año, o reemplazarlos con imágenes y sensaciones nuevas e impredecibles? El riesgo era enorme.
Hay personas que mantuvieron el contacto con sus compañeros de colegio, con reuniones-aniversario una vez al año. Eso les ha permitido ir presenciando el paso del tiempo en cada excompañero, y en el propio cuerpo, lo que fue sacando dramatismo al avance cronológico.
Pero en nuestro caso, la promo ‘92 del Instituto Secundario Oncativo, la realidad de aquel grupo adolescente se había llenado de un vacío de certezas, porque una vez cerrado el ciclo de la educación formal casi nadie había vuelto a verse.
Vaya a saber por qué la duda mutó en acción y la idea de Dani se hizo grupo de WhatsApp. Primero, hubo que construir la lista con los excompañeros más cercanos; luego, rastrear hasta dar con los más lejanos. La promo había tenido a más de 45 personas en el aula, así que hubo que buscar, sumar y proponer el reencuentro a una pequeña multitud.
Puesta al día
En la secundaria, estructura formal de la adolescencia, uno sistematiza el contacto y durante cinco años se ve al menos cuatro horas al día con gente que está viviendo el mismo proceso de aprendizaje, conocimiento y sufrimiento.
Todo es dramático y efímero a la vez; los amores son eternos, y los olvidos, un suspiro. No hay conciencia del futuro, por lo que cada paso parece el definitivo, aunque al día siguiente se retroceda sin complejos.
Así que regresar a esa etapa de la vida, para los que la habíamos dejado atrás en recuerdos casi petrificados, no era un desafío menor. Pero ahí estaba Carlina, el motor de aquel curso, que enseguida mostró una ansiedad inesperada por el reencuentro y lo expresó mejor que nadie.
En apenas unas horas, comenzó a llenar de contenido el grupo de WhatsApp, con detalles certeros de clases olvidadas, puesta al día de conflictos personales y hasta un aporte invalorable: videos VHS que prometió digitalizar. Y que lo hizo.
Sin embargo, el temor –y se lo dije a Dani– era que no llegáramos a 10 interesados. La consigna era meterlos a todos al grupo, sin consultar, y esperar la reacción. Cada número nuevo era agendado y esa persona aparecía en la “Promo ISO 92″ sin consulta previa.
Lo que siguió fue, de alguna manera, extraordinario. Cada excompañero recién agregado saludaba y se preguntaba por qué habíamos esperado tanto tiempo para la juntada. Nadie tenía una respuesta. Nunca la tendremos.
Hubo los que así como entraron, salieron; y otros que participaron en silencio y días después se fueron en silencio. Leían los mensajes, pero sin decirnos nada. Testigos de una resurrección que los incluía, pero a la que renunciaron.
El día D
El encuentro fue un viernes de octubre, en la sede del club Unión. Habían confirmado 27, pero al final llegaron 25. Carlina y “Coki” armaron la escenografía (un cartel para las fotos) y pusieron a disposición stickers para que nos pegáramos el nombre en el pecho… por si no nos reconocíamos. No vaya a ser cosa…
Un grupo de cincuentones ansiosos, llenos de dudas y con, quizá, cuentas pendientes de una convivencia tan intensa y difícil cuando despuntaba la adultez.
Los stickers no hicieron falta. Por las fotos que habíamos compartido antes, las instrucciones para ir descifrando rostros y la disposición a sintonizar rápido, la mayoría nos fuimos saludando por el nombre de pila.
Primera conclusión: nos había pasado la vida, pero no había sido cruel con nadie. Éramos los mismos que dejamos de vernos hacía 32 años. Las coordenadas esenciales de cada rostro eran perfectamente identificables. Éramos los mismos, no importaba cuánto hubiéramos transitado ni cuánto el destino se hubiera ensañado con nosotros. Adolescentes en cuerpos de mayores.
Solo “Mache” había enfrentado la más difícil, lucha que no ganó. Para ella, hubo un recuerdo sentido y un homenaje con sus mejores recuerdos. Seguramente hubiera venido a la cena.
Cosas que no cambian
La celebración de la vieja amistad tenía varios capítulos que fuimos desplegando a lo largo de la noche. Por ejemplo, habíamos repartido una encuesta con varias preguntas, entre serias y divertidas, que bosquejaran lo que éramos.
De ese ejercicio, todos se quedaron con una misma respuesta: el 95% dijo que volvería a elegir el mismo grupo para hacer su secundario.
Hubo, además, momentos de hablar. Eliana agradeció la reunión y contó, casi que confesó, que en tercer año el secundario la ayudó en uno de los momentos más difíciles de su vida. “Sentí la contención de todos”, nos dijo.
Luego, Marilina reconoció que le hubiera gustado defender más a Hernán ante las agresiones adolescentes. Y Fernanda le agradeció a Sonia (que no lo sabía) porque su mamá la ayudó a ir a su cumple de 15. Y eso había sido inolvidable.
La catarsis, que podría haber sido más gris o tortuosa, fue siempre más emotiva y feliz. Después de 32 años, si habían existido, las deudas estaban saldadas. Tanto que no hizo falta que nadie insistiera.
Después de pasarnos los viejos álbumes de fotos de papel, y de recordar viajes, robos, borracheras y profesores, nos pusimos a cantar.
La noche decantó en un karaoke inédito para nuestra edad. Y en una fiesta inesperada. Todos bailando, emulando a nuestros yoes de hace 32 años, una noche de viernes, rebuscando en la memoria lo que nos había forjado hasta hoy.
Vernos desde afuera era un viaje al pasado. Los rostros, los gestos, las voces, después de varias horas de interacción, nos habían regresado a 1992. Éramos los mismos, haciendo lo mismo, temiendo lo mismo y hablando de las mismas cosas.
Al final, los recuerdos no iban a ser reemplazados por datos nuevos. Todo estaba intacto. Hay cosas que no cambiarán nunca.
La Voz